Poco a poco y mensaje a mensaje, la opinión pública ha ido asociando al dióxido de carbono, el famoso CO2, con un gas terrible y nocivo cuyas emisiones por parte del hombre podrían convertir el planeta en un infierno.
El CO2 que contiene la atmósfera de nuestro planeta procede de las emisiones volcánicas masivas que se produjeron en una etapa juvenil del mismo hace millones de años. Aquella atmósfera primitiva era muy diferente a la actual y no contenía oxígeno. La vida en aquella Tierra primitiva era inimaginable.
La densísima atmósfera producto de la desgasificación de un interior ardiente por aquellas válvulas de escape que constituían los volcanes y su actividad, se fue haciendo menos compacta al escapar lentamente hacia el espacio exterior sin que la gravedad del planeta pudiera evitarlo.
El resto de los cuerpos planetarios rocosos de nuestro Sistema Solar experimentaron ciclos históricos parecidos; sus interiores fundidos se desgasificaron por emisión volcánica, y si su tamaño no permitía retener por gravedad sus atmósferas primitivas, estas escaparon al espacio y se perdieron. Bien cerca tenemos un ejemplo en la Luna, nuestro único satélite natural, que carece de atmósfera aunque la tuvo.
La Tierra actual tiene una atmósfera mucho más ligera que la primitiva. El nitrógeno forma su parte principal, más del 78% y el CO2 no llega al 1%. El oxígeno, que alcanza algo más del 21%, se debe prácticamente en exclusiva a la actividad del reino vegetal, es decir, a la vida.
En la actualidad, el ciclo biológico del carbono en la atmósfera responde al funcionamiento de un ciclo relativamente sencillo que podemos esquematizar de la forma siguiente:
La reserva del elemento químico carbono, base de la materia orgánica y por tanto de la vida, se encuentra en la atmósfera en forma de CO2, si bien en una proporción mínima, muy inferior al 1%.
El CO2 es fijado por las plantas verdes y las algas marinas con clorofila de manera directa, sin descomponerlo previamente como antes se creía: es el milagro de la transformación del carbono inorgánico en carbono orgánico, como el insigne profesor Florencio Bustinza nos decía a sus alumnos: "Es la transformación de las piedras en pan".
Las plantas verdes también toman otro compuesto inorgánico fundamental: el agua, y la descomponen eliminando el oxígeno como residuo y quedándose con el poder reductor del hidrógeno que es necesario para su metabolismo. Estamos ante la gran paradoja, ya que el oxígeno, que hará posible el desarrollo de la vida aerobia, es a su vez producto de esta, es decir de la fotosíntesis de las plantas.
Con el carbono obtenido a partir del CO2 atmosférico por medio de la fotosíntesis, las plantas fabrican diferentes productos y este elemento pasa a los animales cuando se alimentan de ellas. El ciclo del carbono llega desde la atmósfera hasta los animales pasando por las plantas como intermediarios. Pero ¿cómo retorna el elemento carbono a la atmósfera para que realmente se establezca un ciclo?
Las vías de vuelta son dos, tanto por parte de animales como de vegetales: la respiración y la descomposición de sus restos.
Sin embargo en algunas épocas históricas hubo quien hizo trampa y se negó a devolver el carbono "prestado" por la atmósfera. En condiciones de enterramiento de masas de cadáveres animales y vegetales, especialmente en plataformas marinas, tuvo lugar el proceso de formación de combustibles fósiles: carbones, petróleos y derivados. Allí, en tales trampas geológicas se acumularon y conservaron durante millones de años, hasta que llega una criatura inteligente, el hombre, y los descubre y utiliza.
Han bastado poco más de doscientos años para que el hombre sustituyera la quema de leña y paja por carbón y petróleo. La inmensa mejora en rendimiento energético obtenida propició el desarrollo de la civilización industrial y de los momentos más felices y de mayor bienestar que ha conocido nuestra especie.
Pero la innegable elevación del CO2 en la atmósfera, unido a otros gases industriales, consecuencia de la civilización industrial, ocasionó, bien entrada la segunda mitad del siglo veinte, el alarmismo catastrofista derivado de la "teoría el cambio climático".
Noticias cada vez más agresivas sobre lo nefasta que estaba siendo para la atmósfera la emisión de contaminantes industriales con el CO2 a la cabeza, propiciadas hábilmente por los "paneles del cambio climático" auspiciados por la ONU y encabezadas por el entonces vicepresidente norteamericano Al Gore, venían a proponer un cambio drástico en las economías mundiales, como es natural con perjuicio para los menos desarrollados.
Sucesivamente, paso a paso y hasta llegar a la Cumbre de Egipto, se han ido prescribiendo medidas no científicas sino políticas en línea anticapitalista, claramente potenciadas por quienes dicen llamarse progresistas y proponen en realidad la vuelta a las cavernas al renunciar la humanidad a su recursos energéticos imprescindibles para el bienestar.
Suponiendo que la actividad antropogénica sobre el clima sea capaz de deteriorarlo, lo cual no está probado científicamente, debemos preguntarnos si las medidas ruinosas propuestas por la progresía para evitarlo son realistas y realmente útiles. La respuesta lógica es no: de ninguna manera.
Suponiendo que realmente el planeta "tenga fiebre", el antipirético necesario es la investigación científica: para encontrar nuevas fuentes de energía o para mejorar la explotación de las ya conocidas, especialmente la nuclear, todo ello sin arruinar las economías y el bienestar de los diferente países.
La Cumbre de Egipto está generando menos titulares que las anteriores y las reacciones periodísticas y populares son cada vez más escépticas. Podríamos pensar que cada vez son mayores las dudas sobre el catastrofismo climático, sobre todo cuando se va comprobando que ninguna de las predicciones se va cumpliendo.
Todo el enorme montaje se ha basado en modelos de ordenador, no en pruebas científicas. Por primera vez en la historia moderna el método científico se ha visto relegado a segundo plano ante la adoración a las computadoras, dirigidas más o menos intencionadamente.
Solo falta que a algún energúmeno, bien pagado, se le vaya la mano, se pase de las instrucciones recibidas y dañe realmente una obra de arte, para que la ciudadanía, inocente pero harta, corra a gorrazos a los catastrofistas.
Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales